En los escenarios de la representación
diplomática, en la América hispana y
otras latitudes de la geografía universal, antaño se admiró y honró a Colombia porque sus delegados eran personajes
de refinada cultura, profundos conocedores del tema que los convocaba, respetabilísimos
voceros del interés público e intachables defensores de los valores nacionales.
Las veleidades ideológicas del
presente, la falsa intelectualidad, la
ambigüedad que ahora caracteriza el lenguaje burocrático, la ubicua personalidad de ciertos beneficiarios
del establecimiento y sus desmedidos apetitos por hogaza y melaza, convirtieron el pasaporte diplomático en patente
corsaria que permite viajar a roncar y a devengar sin trabajar.
Verdadera vergüenza pública esa de
recorrer el mundo porque sí, porque hay que ir y porque entre colegas nos turnamos.
Mucho mayor es la vergüenza cuando el viaje se hace para retar a la sociedad y
demostrarle que el poder es para joder.
No se diluía la noticia sobre el
crucero de la presidente de la Suprema Corte, en grata compañía de magistradas
menos sonoras y de sonoro aspirante a la altísima colegiatura, con el pacífico
propósito de descansar en tiempos de labor, cuando se supo que la señora
nuevamente se enrumbaba a Europa más o menos a lo mismo, a viaticar por
dormitar, y en esas la mostró la televisión.
Entre tanto, en el cercano
vecindario, el comandante de turno larga chafarotazos y reitera la diatriba
contra las instituciones y contra la dignidad presidencial de la patria
colombiana, sin que la Canciller ni el propio mandatario nacional se pronuncien
ante el despropósito, aunque sólo sea con melifluo llamado a la moderación del
vocinglero.
La diplomacia, el oficio y el arte
de tratar con gentileza y gallardía los más ásperos desencuentros con el
adversario, no puede llegar a humillantes extremos de aceptar la ofensa en
silencio o de maquillarla para congraciarse.
Permitir que mal nos representen, en
un caso, y admitir que nos maltraten, en
el otro, son conductas que minan la
respetabilidad de nuestro ser nacional y quebrantan recíprocos derechos y deberes
exigibles en el desempeño global.
Semejantes deterioros explican que
algunos voceros de ciertas agrupaciones,
legales unas e ilegales otras, mediante comunicados, reproches y condicionamientos que amenazan, intenten demarcarle
a Colombia la agenda internacional.
Las descalificaciones verbales que
el mandatario venezolano lanza contra el colombiano, al que abiertamente trata
de jugador hipócrita e irrespetuoso, y la simultanea pataleta de la delincuencia
domiciliada en Cuba, que sindica al presidente Juan Manuel Santos de dinamitar los
diálogos; porque éste se reúne con líderes democráticos del continente,
o porque torpemente anuncia el ingreso a
una organización topográficamente lejana, o porque dialoga con altos dignatarios
del gobierno estadounidense; son la lógica consecuencia de esa diplomacia
errática, disparatada y blandengue, que no marca límites entre nuestra
legitimidad de Estado constitucional y la espuria condición de la mezcolanza que
aquellos críticos abanderan.
De beneficio sería que Colombia
regresara a los requisitos del mérito personal para designar, nombrar, ternar, y elegir a quienes verdaderamente tengan
por enseña la nobleza de carácter y la lealtad del gesto.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, junio 9 de 2013