miércoles, 18 de enero de 2012

Encantadores de serpientes



Desde siempre, en días soleados y nutridos de pueblo, a parques y  plazas citadinas, rebosantes de astucia y mañas se asoman locuaces personajes que arman rueda, para quitarles las monedas de mercar a señoras curiosas, a muchachos ingenuos, a dependientes irresponsables, y a señores de experiencia.

Es una ronda en la que todos caen porque la palabrería cautiva, porque los adornos deslumbran, porque la aglomeración impide ver de lejos, y porque la inercia de la rueda arrastra hacia el interior de un escenario en el que todo se transforma para que nada pase.

Transcurren las horas, los pisotones se intensifican, la fetidez se consiente, la conciencia se amodorra, el espíritu se aleja, y los cuerpos desfallecen sobre los cuerpos mientras los encantadores se alejan con los turbantes llenos.

Al atardecer, o mucho antes del atardecer, los espectadores se santiguan y se lamentan porque ninguno presenció el momento crucial en que las serpientes, que tampoco nadie vio, al sonido de flautas buchonas se irguieron sobre sus colas y se transformaron en flecos de seda multicolor.

Siempre ha sido así, y siempre será así porque la historia de los pueblos se nutre de leyendas que inspiran leyendas.

No es que las literaturas orientales, tan culebreras ellas, ni las fantásticas realidades del trópico, preñadas de trágicos anuncios, se tejan al cuello de los miserables para hacerlos más miserables, a los brazos de los ineptos para hacerlos más ineptos, y a la estolidez de los ilusos para hacerlos más ilusos.

Lo que sucede es que el narcótico de la facilidad, la bienestarina esa que tanto  sirve para nutrir infantes como para cebar verracos, el paternalismo infame que pedalean los de la izquierda para tener burocracia aunque ganen los de la derecha, el  pérfido contractualismo del voto pago, han menguado las instituciones, socavado la democracia, prostituido la política, y oprimido al pueblo.

A quienes debieran levantar la voz para decir justicia los mandan a doctorarse al otro lado del mundo, a quienes debieran dar ejemplo de dignidad los colocan en una consejería cualquiera, a quienes debieran ir a prisión los enaltecen como controladores del quehacer social, a quienes debieran perder la investidura les elevan la curul hasta los estrados directivos.

El triste despertar de los parroquianos que no vieron el encantamiento de las serpientes no es simple parodia de la historia nacional, es la cruda verdad,  muchas  veces repetida, porque la noria de la corrupción colectiva, de tantas vueltas que ha dado, molió el concepto de rectitud administrativa, desajustó los ejes de la solidaridad social, deformó las guías del engranaje jurídico, perturbó la lógica ciudadana, y se transformó en un mecanismo aplastante que va pendiente abajo sin rumbo conocido.

En momentos en que empiezan a descifrarse previsibles divergencias dentro de las alianzas triunfantes, se necesita la irrupción de fuerzas políticas con sentido de responsabilidad  pública y vocación de poder, que verifiquen el cabal cumplimiento de programas expuestos durante las campañas electorales, y estructuren veedurías enfocadas a derrotar el engrase de aparatos pensados y armados para exprimir la hacienda pública.

Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 14.01.12

jueves, 5 de enero de 2012

Alto a las armas



Adquirir armas en Colombia es fácil, las venden en todas partes y para variados gustos.

En muchos casos la fuerza pública se sorprende al constatar el potencial destructivo y mortífero de armados ilegales que asedian al ciudadano corriente.

El sistema judicial, desde hace muchos años, encuentra poderosas barreras durante los procedimientos para la persecución y  sanción del crimen organizado, pues regularmente los delincuentes portan “empapeladas” muchas armas que la gente de bien nunca logra comprar.

Tradicionalmente, campesinos, finqueros, comerciantes, personas acaudaladas, funcionarios públicos y ejecutivos de la actividad privada tuvieron la oportunidad de presentarse a las Brigadas Militares a comprar armas de fuego para su defensa personal, y casi siempre la autorización que ellos obtenían era para conservar y pocas veces para portar armas de puño, de percusión mecánica, de hasta cinco o seis proyectiles. Eran épocas en que sólo algunos ciudadanos de excelente conducta y extraordinarias cartas de presentación podían acceder al uso legal de modestas armas de fuego.

El auge de mafias, carteles, combos, bandolas, pandillas, milicias y otras múltiples expresiones de la violencia, transformó el cuadro estadístico de armas legítimas en manos de civiles, y como por artes de birlibirloque, ahora en Colombia cualquier descamisado ostenta y exhibe no sólo el arma sino el salvoconducto, y no el humilde Smith & Wesson que conservaban los abuelos, sino unos aparatos que producen pánico y amedrentan al más varón de la cuadra. 

La corrupción, madre superiora de nuestros males, hizo que los encargados del control oficial para la adquisición y porte de armas perdieran el horizonte de sus funciones y, mediante el expandido mecanismo de propinas y coimas, se llegó a una verdadera implantación de tarifas, obviamente irregulares, que permiten, a ciertos elementos civiles, comprar, conservar y portar armas de repetición automática para disparo en ráfaga.

Frente a semejante desborde en la autorización para el uso de armas, ya no es lógico decir que las armas se hicieron para compensar la debilidad de los buenos frente a la absurda suficiencia de los malos. Ningún bueno se atreve a llevar en su carro un pavoroso artefacto de guerra para utilizarlo en defensa propia. No lo lleva porque no se lo venden, porque no se lo amparan, y porque es incapaz de dispararlo indiscriminadamente contra el que sea o por lo que sea, como sí son capaces de hacerlo todos esos personajes emergentes, surgidos de la nada, que imponen sus condiciones a sangre y fuego, en muchas oportunidades con la anuencia de bandidos infiltrados en oficinas estatales.

De hecho el tráfico de armas ilegales, totalmente ajenas a controles  estatales, entradas de contrabando y adquiridas en trueque por drogas o minerales comercializados ilícitamente, refuerza los arsenales rurales del hampa, pero la delincuencia urbana, en alto porcentaje, se mueve con armas legalmente amparadas.

La prohibición, impulsada por un  antiguo armado ilegal, merece el respaldo de la sociedad.

Claro que no faltarán quienes demanden la nulidad o la inconstitucionalidad del decreto, porque existen normas de  superior jerarquía que autorizan las armas en todo el territorio nacional.

Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 02.01.12