Aquí en el corazón queda el dolor, dolor
inmenso propiciado por punzantes esquirlas de metal incandescente. La fragorosa
tormenta de insensatez que a despojos quisiera reducirnos y que indolente arroja su andanada para derramar sangre
inocente, es brutal desenfreno de inclinaciones
fratricidas pero nunca mensaje de libertad ni de justicia.
Desde las carnes destrozadas de los soldados
muertos rebrotará la insumisa pasión por
proteger la tierra que a pulso cultivamos, aunque a estruendos de cañón
pretendan demolerla quienes en cínico delirio la aturden y la enlutan.
A las bondades del futuro y a la ingenuidad de
la esperanza hemos otorgado vocería para implorar la paz, pero el destino la
niega y la retiene. El antiguo memorial para conquistarla y conservarla parece
agigantar la maldita voracidad mineral de quienes nos la niegan.
Borrar las cicatrices de incontables
contiendas se vino a convertir en imposible empresa. A las absurdas
motivaciones territoriales de viejas guerras, y a las falaces convocatorias de
entendimiento que casi siempre se transformaron en nuevos desajustes políticos,
y condujeron a peligrosos desencuentros partidistas, se les vinieron a sumar
disparatadas ideas de proclamar repúblicas dentro de la República y luego
estados dentro del Estado.
Y en eso andamos y por eso nos matan. Los
parásitos que perforan la geográfica epidermis se resisten a desaparecer. Desde
los rudimentarios socavones de épocas remotas, cuando antaño se comenzaron a
horadar las entrañas del Macizo Colombiano y las ariscas nervaduras del Chocó,
del selvático Pacífico suroccidental, del Viejo Caldas, de la agreste
Antioquia, del indomable Boyacá y los rebeldes Santanderes, de nuevo desde esos
socavones se asoman los fantasmas de la minería depredadora y esclavista.
Esta guerra de hoy, la del postconflicto
santista, la que hace una semana fracturó el fatídico romance de las élites
gubernamentales con las élites delincuenciales, la que quebró la complicidad de
los silencios oficiales frente al incesante trajinar de máquinas pesadas por
entre desfiladeros y mesetas de la Cordillera Occidental, incluido el necesario
tráfico de lubricantes y combustibles requeridos para hacerlas funcionar,
descorre el velo que el Estado corrupto tiene tendido para facilitar los nuevos
enriquecimientos ilícitos, los nuevos blanqueos de capitales, y el sanguinario
acomodamiento de nuevas facciones delictivas, indiscutibles herederas del
narcotráfico, que también subsiste, pero que destina las utilidades de la droga
a la oscura explotación de minerales preciosos.
Paradójicamente la esperanza se nos quiebra en
la vereda La Esperanza, en cercanos espacios de masacres paramilitares, sobre la
ruta del Naya, en donde perversas sentencias judiciales arrebataron a la
Universidad del Cauca extenso predio de indiscutible importancia científica, en
las laderas del Pacífico, por donde ancestrales pobladores del altiplano
payanés, y mi propio abuelo Samuel Cuevas desde el municipio de Morales,
trajinaron a lomo de mula la centenaria trocha de Puerto Merizalde hasta las orillas del mar.
Agotado el despojo al Cauca, a su Universidad,
al equilibrio de la biodiversidad universal, que por lo menos se proteja a caucanos
raizales allá sobrevivientes, que a tiempo se contengan exterminios y desplazamientos.
Ya masacraron cinco civiles después de masacrar a los militares.
Miguel Antonio Velasco
Cuevas
Popayán, 18.04.15