El gato negro de ojos verdes se sobó
silencioso contra el muro cuando ella dijo adiós. El coche se detuvo un
instante junto al puesto de vigilancia y
se alejó despacio, mientras tanto el curioso felino se asomó resignado a la verdad de sus días. Todo
quedó claro para él pero no para ella.
Ella se cambió de lugar pero el gato no se
podía cambiar porque él es de allí, de su territorio, del campestre lugar donde
ella algún día lo encontró flacucho y vagabundo.
Por las noches, sin muestras de
reproche, el animalejo mirará a los ojos de los vigilantes
y se limpiará los bigotes con tanta autoridad que los hombres apagarán el
televisor y saldrán a cambiarle el agua y servirle la ración.
Agradecido se acomodará sobre el mesón de la garita con la misma pasmosa
quietud de los gatos de porcelana y allí estará hasta el lógico final de su séptima vida.
En cambio ella no durmió, en la
inquietud generada por los ruidos dispersos de un espacio desconocido en donde todo
suena sin causas aparentes, se despertó sobresaltada para buscar junto a su cama
decenas de lagartijas, escarabajos y ratoncillos destripados que el gato negro
le dejó en protesta por su ausencia. Aterrada bebió unos sorbos de té,
inspeccionó toda la casa, pero nunca encontró
los escarabajos.
Y como en el mundo de los gatos
ocurren cosas de gatos, vino a suceder que a la siguiente noche, en la temida
espera del desvelo llegó otro gato, un gato de verdad, un gato que escapó de un
aquelarre.
Tras recorrer los bosques aledaños y
lidiar con la herida que le dejó la soga al rededor del cuello, marcado el
pobre por una ruda cicatriz profunda y permanente, el bebé siamés de ojos
azules tuvo la envidiable fortuna de toparse la mansión de un can de mala laya
que siempre deja residuos en el plato.
Amparado en las sombras vegetales, camuflado
en los rastrojos, cubierto de rocío en las madrugadas y tostada la piel en el calor del medio día, con su tieso pelaje
de gato a la intemperie, improvisó
atalaya en el tronco de un roble agonizante y allí pasó los días asaltando en
las tardes las boronas restantes.
Los acuciosos amos del can se
condolieron y le brindaron protección al gato, pero el perro celoso, en fin celoso
y perro, no soportó que amor dieran al gato, y promovió el desahucio del intruso.
Así el felino errante "Coffee
Cat" otra vida empezó, una nueva aventura innumerable en la que ostenta
condición de propietario.
En las noches de luna sube al techo o se posa
discreto en las barandas del balcón a otear el paisaje.
Hace unos días, cuando ella leía, él
tuvo la perversa ocurrencia de tocarla y saltar, y obligarla a mirar por la persiana.
En ese instante, al apocado can, al del desahucio, lo llevaban a tirones, encadenado
el infeliz y cabizbajo.
Ronronea en sus arrumacos el felino,
de un barquito de papel se hizo un palacio.
Miguel Antonio Velasco Cuevas
Popayán, 11.05.14