Los fanáticos de Fidel Alejandro Castro Ruz
tienen derecho a llorarlo, y después a olvidarlo, porque las lágrimas alivian las
crueles coyundas, pero también sustentan la esperanza, el llanto siempre
aligera las cargas del espíritu, sin importar si fluye en los ruinosos regímenes comunistas, en
las tramposas narcodemocracias santistas, o en los desiguales imperios
capitalistas.
Al fin y al cabo el llanto lava el dolor que campea
en todas partes, y ambos, dolor y
llanto, son componentes esenciales de la
condición humana, sin que nadie pueda afirmar que los dolores de la izquierda
sean más legítimos que los de la derecha. En los dos hemisferios universales los
muertos duelen igual y las lágrimas tienen el mismo sabor.
Déjenlos llorar, ya les pasará, y entonces
tendrán genuina libertad para entender que las kilométricas jornadas oratorias
de su ídolo caribeño no eran otra cosa que aburridas actuaciones circenses, sistemáticas
repeticiones del único discurso posible en una isla triste, que en eso se
convirtió Cuba a partir de la inhumana vigencia del paredón, el peor de todos
los sanguinarios métodos de reingeniería social.
Los continuados atropellos de Fidel contra el pueblo
cubano de los años sesenta, y contra las generaciones posteriores, que aún en
estos tiempos se aventuran en frágiles artefactos navieros para buscar progresos
materiales y satisfacciones morales en
otras playas, son hechos criminales que la humanidad nunca olvidará.
El estilo de Castro, con esa lengua suelta
para cubrir de improperios a los americanos del norte, y a los del sur, y a
todos los habitantes del planeta que censuraban sus redadas homicidas, no dejará
de ser el del típico tirano tropical que acribillaba con el plomo y con el
verbo, que engañaba con reiteradas acusaciones contra el vecino de mejores
alcances, era el mendaz estilo del
santero que hipnotizaba con su catálogo de milagros inexistentes a una masa impotente
para romper el oprobioso yugo de la dictadura.
Es costumbre inveterada de sátrapas almibarar la
prosa para disimular las puñaladas, y eso hizo Fidel durante sus oscuros años
de autoritarismo megalómano. Gracias a esa retórica perversa de pintar
pajaritos en el aire, y de enseñarle a otros a dialogar con ellos, en la fantasmagórica
Cuba no faltaba nada mientras faltaba todo. El ego agigantado del comandante
disparaba contra todo lo que no fuera el trapo rojo de una revolución que perdió
a Cuba.
Algunos turistas arriesgados, antes de los recientes
coqueteos castristas con el Imperio del norte, en medio de groseras restricciones
a todas las libertades tuvieron oportunidad de esquivar a los esbirros del régimen para escuchar macabros
testimonios, constatar inhumanas condiciones de subsistencia, y observar con
tristeza el físico derrumbamiento del patrimonio arquitectónico de Cuba.
La pesada herencia socialista que Castro le
deja a la América Latina son las humillantes colas para adquirir paupérrimas raciones
alimentarias.
Honores y reconocimientos sólo se les deben a verdaderos héroes cubanos, millares de disidentes
anónimos que murieron fusilados por órdenes
del régimen, y a otros conocidos que se consumieron en las cárceles con los huesos
forrados en la piel.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán,
27.11.16