domingo, 27 de noviembre de 2016

A otros muertos




 Los fanáticos de Fidel Alejandro Castro Ruz tienen derecho a llorarlo, y después a olvidarlo, porque las lágrimas alivian las crueles coyundas, pero también sustentan la esperanza, el llanto siempre aligera las cargas del espíritu, sin importar si  fluye en los ruinosos regímenes comunistas, en las tramposas narcodemocracias santistas, o en los desiguales imperios capitalistas.

 Al fin y al cabo el llanto lava el dolor que campea en todas partes,  y ambos, dolor y llanto,  son componentes esenciales de la condición humana, sin que nadie pueda afirmar que los dolores de la izquierda sean más legítimos que los de la derecha. En los dos hemisferios universales los muertos duelen igual y las lágrimas tienen el mismo sabor.

 Déjenlos llorar, ya les pasará, y entonces tendrán genuina libertad para entender que las kilométricas jornadas oratorias de su ídolo caribeño no eran otra cosa que aburridas actuaciones circenses, sistemáticas repeticiones del único discurso posible en una isla triste, que en eso se convirtió Cuba a partir de la inhumana vigencia del paredón, el peor de todos los sanguinarios métodos de reingeniería social.

 Los continuados atropellos de Fidel contra el pueblo cubano de los años sesenta, y contra las generaciones posteriores, que aún en estos tiempos se aventuran en frágiles artefactos navieros para buscar progresos  materiales y satisfacciones morales en otras playas, son hechos criminales que la humanidad nunca olvidará.  

 El estilo de Castro, con esa lengua suelta para cubrir de improperios a los americanos del norte, y a los del sur, y a todos los habitantes del planeta que censuraban sus redadas homicidas, no dejará de ser el del típico tirano tropical que acribillaba con el plomo y con el verbo, que engañaba con reiteradas acusaciones contra el vecino de mejores alcances, era el mendaz  estilo del santero que hipnotizaba con su catálogo de milagros inexistentes a una masa impotente para romper el oprobioso yugo de la dictadura.

 Es costumbre inveterada de sátrapas almibarar la prosa para disimular las puñaladas, y eso hizo Fidel durante sus oscuros años de autoritarismo megalómano. Gracias a esa retórica perversa de pintar pajaritos en el aire, y de enseñarle a otros a dialogar con ellos, en la fantasmagórica Cuba no faltaba nada mientras faltaba todo. El ego agigantado del comandante disparaba contra todo lo que no fuera el trapo rojo de una revolución que perdió a Cuba.

 Algunos turistas arriesgados, antes de los recientes coqueteos castristas con el Imperio del norte, en medio de groseras restricciones a todas las libertades tuvieron oportunidad de esquivar  a los esbirros del régimen para escuchar macabros testimonios, constatar inhumanas condiciones de subsistencia, y observar con tristeza el físico derrumbamiento del patrimonio arquitectónico de Cuba.

 La pesada herencia socialista que Castro le deja a la América Latina son las humillantes colas para adquirir paupérrimas raciones alimentarias.

 Honores y reconocimientos sólo se les deben a  verdaderos héroes cubanos, millares de disidentes anónimos que murieron  fusilados por órdenes del régimen, y a otros conocidos que se consumieron en las cárceles con los huesos forrados en la piel.

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, 27.11.16

domingo, 20 de noviembre de 2016

A desheredar tocan




 Quienes felizmente bordeamos los setenta y algo más, tuvimos la fortuna de aprender a conquistar la vida con esfuerzo, y a tener claro que nada llega gratis. Permanecíamos ocupados mucho tiempo porque casi todo estaba por hacerse, porque el café se tostaba y se molía en casa, porque la leña no llegaba automáticamente a la cocina, porque el agua se sacaba del aljibe, y porque crecimos sometidos al reglamento del hogar.

 La moda de niños con guardaespaldas y camioneta blindada vino a ser innovación traqueta. Los de antes aprendimos a callejear a pata, con la estampa del ángel de la guarda metida en el bolsillo,  y con los puños bien apretados para sortear con éxito los tropeles esquineros. En la calle respondíamos por nosotros a trompada limpia, y hartas resultaron las madrugadas en que llegamos con la camisa rota, las manos hinchadas, y algunas veces los ojos colombinos.

 Poco tiempo tuvimos para dormir enguayabados. Mientras más tarde arrimábamos a la cama más temprano nos levantaban a trabajar. Las vacaciones estudiantiles no eran para vagar, sino para cooperar en las actividades hogareñas. Claro que nos volábamos para asistir a las parrandas, esa fue costumbre general porque volarse era más fácil que conseguir permiso, y con frecuencia el sol nos sorprendía en el baile, pero los oficios obligatorios siempre nos esperaban sin rebaja.

 A latigazos y estrujones nos forjaron responsables, y en silencio aprendimos que la oficina de quejas y reclamos permanecía cerrada las veinticuatro horas todos los días del año. El compromiso era rendir en todos los terrenos. El derecho a zapaticos nuevos nos lo ganábamos con buenas notas, a punta de quemar pestañas, y para lograr pinta completa tocaba embarrarse en el corral, enlazar, apartar, vacunar y marcar los terneros.

 El que quería heredar aprendía primero a ordeñar, y a cercar, y a cargar el bulto por una loma arriba, y bajo esas condiciones nos enseñaron a respetar y querer a nuestros padres. Que yo sepa ningún muchacho de mi tiempo terminó traumatizado ni acudió a los tribunales para eludir y burlar la mano dura y el consejo sabio de los mayores, a cambio de resentimientos o complejos tuvimos tiempo para agradecer los correctivos familiares y servir con amor a quienes nos trajeron al mundo.

 Se me ocurre decirlo, no tanto porque los esquemas modernos sean distintos, sino porque los  que nos aplicaron resultaron fructíferos, y porque se justifica revivir el concepto de autoridad paterna, ese que muchos despistados confunden con machismo. Es que esa autoridad la ejercían por igual papá y mamá, y ellas muchas veces eran tanto o más rígidas que ellos, y a ratos los pellizcos femeninos formaban más que los correazos masculinos.

 Si la crianza de infantes se mantiene como va, tiempos llegarán en que los padres necesiten permiso para limpiar los zapatos del menor o para ingresar a conocer las  habitaciones del adolescente, y entonces más hijos complacidos abandonarán a los padres complacientes.

 Por lo pronto suena bien eso de desheredar a los ingratos que abandonen a sus viejos.

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, 20.11.16

sábado, 12 de noviembre de 2016

Oro a la inteligencia

  


 Comenzaba la segunda mitad del siglo XX y Morales estaba más cerca de Cali. Sencillamente el comercio funcionaba mejor con el Valle del Cauca. El Ferrocarril del Pacífico se escabullía por un costado de la imponente tornamesa que servía para girar y cambiar de sentido las espectaculares locomotoras de caldera, en inmediaciones de Suarez, e irrumpía con sus estridencias y vapores por las vueltas de Jelima, o Gelima como figura en algunos textos, con viaducto y túnel incluidos, hasta coronar la cuesta en La Toma. Desde allí a la estación ferroviaria de Morales el viaje se hacía más placentero, el aire fresco de la Planicie de Popayán y los verdes de la vegetación andina reconfortaban al deshidratado viajero que hacía ruta desde Buenaventura hasta Popayán, para aventurarse luego por inciertas trochas que lo llevaran a las cabeceras del torrentoso Amazonas.

 Pero para asomarse a las inmensidades del conocimiento y la cultura, Popayán estaba cerca de todo el país. Al Seminario Conciliar de Popayán, al Liceo de la Universidad del Cauca, y a sus facultades de Ingeniería, y de Jurisprudencia, llegaban jóvenes de todas las regiones patrias. Naturalmente a Popayán viajaban los pocos privilegiados que terminaban la primaria en la vetusta escuela municipal, en los vecindarios de la más hermosa casa que Morales tuvo en toda su historia, la enorme casona de dos plantas en donde don Julio Mera y doña Benilda Velasco compraron oro para prestigiosas firmas inglesas.

 Entre los de los cuarenta hay un coterráneo que vino al Seminario donde conoció los fundamentos de la filosofía y se nutrió de voces griegas y latinas, después terminó el bachillerato en el Liceo, y galardonado por la Academia de la lengua, gracias a su temprano dominio del español, ingresó a la facultad de derecho donde se graduó como abogado con honores. Mis padres,  que fueron sus padrinos de óleo, recordaban completas algunas brillantes frases del discurso y la emocionada consagración que el graduando hizo de su triunfo académico a las gentes comarcanas, mientras rendía emocionado tributo a la memoria de su progenitor, ya fallecido por aquella fecha.

 Gerardo Antonio Mera Velasco, que curiosamente lleva los mismos apellidos de la adinerada pareja compradora de oro, no lo trajo en sus alforjas, simplemente porque sus padres no gozaban de riquezas materiales, en cambió si, de infinitas riquezas espirituales y de enorme reciedumbre moral, que sirvieron para que el hijo se disciplinara en el estudio y se consagrara al servicio de los otros con dedicación quijotesca.

 Don José Quiterio Mera y doña Julia Velasco, respetabilísimas personas que regentaban la botica San Antonio en la calle central del poblado,  con denuedo asumieron la tarea de educar a los hijos, como muy bien lo hicieron con Ana María, Gerardo y Margarita Mera Velasco, quienes cursaron estudios superiores en tiempos difíciles cuando la cima educativa se alcanzaba en quinto de primaria.

 Complacidos mirarán los padres, desde sus regiones metafísicas,  el altísimo reconocimiento que la  Universidad del Cauca hace a Gerardo, cuando le impone la medalla de egresado y profesor eminente.

Miguel Antonio Velasco Cuevas

Popayán, 12.11.16