Nada
de pesimismo. El Presidente colombiano nos conduce a donde no queríamos ir, e irremediablemente nos empuja al abismo.
La
fantasmagórica historia colombiana nos enfrenta ahora con la más despótica paradoja.
Esta
democracia naciente, en construcción, que concurrió al debate electoral a
conferir un mandato constitucional preciso, para que mediante el ejercicio de la autoridad se
acabara de reconstituir el orden y se entronizara la paz largamente
vilipendiada, vino a toparse con un Juanmanuel artero y pusilánime que se desentendió
del querer ciudadano y trasformó este cuatrienio en fétida deposición.
A
Colombia regresaron las delincuencias que ya casi no sucedían y ahora se
repiten con inusitada frecuencia.
El
engaño, la trapisonda y el enredo distinguen al Ejecutivo, y ya no se sabe si su complacencia con el
narcoterrorismo proviene de antiguos compromisos secretos, o de nuevos
convenios estructurados al amparo de ambiciones
reeleccionistas.
Lo
que los pueblos quieren y buscan, al designar sus mandatarios, es que se les
represente con dignidad y se les defienda con ahínco. Lo que la sociedad colombiana esperaba del actual mandatario era
todo lo contrario de lo que este hace, propicia y consiente.
Es
inocultable el repunte de cultivos ilícitos que ahora avanzan incontenibles
sobre parques nacionales y zonas de reserva forestal; y por millares se cuentan las dragas piratas,
aunque siempre a la vista, que desgarran
lechos y riberas auríferas de nuestros principales ríos; el recurso ictiológico
en el Cauca y Magdalena, Atrato y Patía,
Caquetá y Putumayo, y en muchos otros cauces de menor renombre pero similar
riqueza, languidece famélico bajo el fango
mercurioso que desecha la minería.
El
actual reacomodamiento de agrupaciones delincuenciales, antes desbandadas y
casi extintas, que reasumen el control de territorios en todo el país y reviven
los reclutamientos forzados de menores campesinos, y el consecuente desplazamiento
de familias desposeídas hacia cinturones de miseria en centros urbanos, son
patético indicativo de que no marchamos por el mejor de los caminos, ni van muy
bien las cosas en materia de pacificación.
El
Cauca, para no ir muy lejos, acentúa su perfil de zona roja y en las áreas rurales
se vive bajo el temor de pisar las minas quiebrapatas, cuando no de recibir boletas
extorsivas, o caer en manos de reconocidos secuestradores.
Emboscada
en el Sumapáz; asesinato y secuestro de militares, policías y trabajadores de
empresas multinacionales; masacre de menores indígenas en la zona costanera del
Pacífico, ametrallamientos en la Guajira
y Buenaventura, voladura de torres de interconexión eléctrica, secuestro de
turistas en los Santanderes, hostigamientos a campesinos erradicadores de plantaciones ilegales; barbarie
dinamitera contra oleoductos, puestos de
policía, puentes, escuelas y otras edificaciones de la infraestructura
pública o de empresas particulares, son episodios violentos que no hablan bien
de una República necesitada de orden al interior para que lleguen inversiones
del exterior.
Además
nunca imaginamos que nuestras autoridades, en lugar de capturar los
delincuentes violadores de derechos humanos, sujetos a la jurisdicción de la
CPI, incurrieran en el despropósito de ayudarles a salir del territorio
nacional para que se sentaran a dialogar en Cuba.
Miguel
Antonio Velasco Cuevas
Popayán
17.02.13
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